lunes, 1 de abril de 2019

El Occidente Mexicano y su relación con los poderes centrales

 
Don Ricardo Zermeño, ‘el gallito’, abanderado en el desfile del 14 de septiembre
El rasgo que ha definido la relación de esta región con el poder central ha sido la rivalidad, que data de hace siglos y que perdura hasta nuestros días, con diversas manifestaciones. No se trata solamente de una rivalidad política, sino también de una rivalidad económica así como de una rivalidad cultural. Esta rivalidad política y cultural parece tener su origen en la Colonia, cuando el Occidente adoptó una posición autonomista que condujo a producir un estilo de vida muy propio, radicalmente distinto, en muchos aspectos, al resto del virreinato y a su misma capital. Este estilo de vida propia además que se vio garantizado, hasta cierto punto, por la distancia geográfica entre México y Guadalajara, pero también por la creación de una Audiencia para Nueva Galicia en 1548 (Olveda 1987) que le daba a esta región, de hecho, un estatus frente a la Corona equiparable a la que tenía la Audiencia de la Nueva España y que al perderse, se interpretó como un injusto sometimiento. En épocas posteriores fueron muchas las situaciones en las que la señalada posición autonomista de la región Occidente se fue reafirmando, llegando a expresarse clara y abiertamente en 1823, cuando la provincia de Guadalajara optó por convertirse en Estado Libre y Soberano por acuerdo de su Diputación Provincial, la cual manifestó no tener ‘zelos infundados’ de la Ciudad de México, y que Jalisco deseaba ‘figurar tanto como ella, ser independiente y gobernarse por sí sola porque sabe que puede conseguirlo manteniéndose dentro de los límites que prescribe la justicia’.


Según García Oropeza (2002), la mencionada rivalidad occidente-centro, que aún en nuestros días se manifiesta de distintas maneras, tiene su origen en la mismísima fundación de la Colonia. La sociedad del Occidente mexicano, y particularmente del estado de Jalisco con su capital Guadalajara, ha llegado a caracterizarse con rasgos distintivos, entre los cuales resalta la importante población de origen criollo, la relativa austeridad económica y ser generadora de un estilo de vida particular estrechamente vinculado con lo que fue, durante mucho tiempo, la principal actividad socioeconómica de la región y que imprimió un carácter cultural específico a sus pobladores: la actividad agroganadera que conjugó un estilo de vida, una tradición y una mentalidad específicos, unidos a dos elementos fundamentales: la presencia del caballo y la personalidad de sus charros.

Desde los inicios del proceso colonizador de la región occidental mexicana, marcado por la trashumancia, la migración hacia el norte y el seminomadismo de los rebaños y sus criadores, el caballo jugó un papel muy importante: fue, para determinados sectores sociales y étnicos, un elemento diferenciador de primer orden.4 Más tarde, ya en el siglo XVII, con el auge de algunas zonas mineras y el aceleramiento del proceso de población, en la vida mexicana, se asienta y se va perfilando, cada vez más claramente, la gran hacienda como la típica unidad mixta de producción
orientada al abastecimiento de las ciudades nacientes y de los centros mineros. Es en este contexto donde cobra importancia el personaje llamado ‘el hombre de a caballo’, que define todo un tipo de vida hondamente arraigado en la tradición, en la historia y en el folclor del pueblo mexicano y, de forma específica, de la región occidental. Este tipo de vida es descrito por Serrera (1991), quien además señala que es en el orgullo de quienes se ven obligados a cubrir sus necesidades contando solamente con sus propios recursos – por el alejamiento de la capital virreinal – en donde están las raíces más hondas de la personalidad histórica de Guadalajara y su región, en donde está la esencia de la filosofía ‘charra’, y los más firmes cimientos de la conciencia regionalista de Jalisco (Serrera 1991, 184). Describe Serrera un estereotipo de los sujetos regionales ya consolidado desde el siglo XIX marcado por un fuerte apego a lo ‘suyo’, y afirma que estos rasgos se encuentran más acentuados todavía en Los Altos de Jalisco, zona que suele considerarse la verdadera cuna de la charrería y del charro, y en la que se presume que el amor por la charrería anida en lo más íntimo del corazón de cada uno de sus pobladores.

El charro encarna la llamada personalidad ranchera que define al elemento humano del Occidente mexicano, y que es característica de un tipo específico de sociedades, con rasgos particulares en la vida y la organización social. El ranchero, en tanto hombre de a caballo que desarrolló la charrería como eje fundamental en la integración de su cultura, es el habitante de esta región, arraigado en sus propiedades, portador de una cultura e identidad más española y criolla que indígena, y que vive de una economía agroganadera basada en la explotación privada de la tierra. Estos rasgos se acentuaron y consolidaron en el marco de la relación con respecto del Estado de cultivador libertario, que puede disponer de su tierra duramente ganada. El aislamiento, el individualismo y la autonomía son tres características que son constantemente referidas a la identidad ranchera que se atribuye a los miembros de las llamadas sociedades rancheras: esas sociedades que tuvieron como antecedentes a los individuos, familias y grupos que, ante la necesidad de instalarse en el campo, lo hicieron en lugares despoblados y difíciles, de los que fueron apropiándose paulatinamente (Barragán 1997, 37-8), y sobre los que tejieron particulares estructuras de parentesco y herencia que luego se tornaron elementos característicos de estos grupos.

La charrería, en este sentido, opera como un espacio cultural que tiene un papel fundamental tanto en la producción de los sujetos locales (Appadurai 1996), como en la construcción de la región misma y en la definición y el fortalecimiento de sus fronteras simbólicas; puede entonces verse a la charrería como esa arena social en la que se ponen en escena los significados de la cultura local, y los significados elaborados regionalmente en torno a distintos temas de relevancia nacional. En esa puesta en escena se despliega toda una discursividad propia relativa a las identidades regionales y nacionales, que se articula con un circuito más amplio implicando los significados correspondientes al género, a la etnicidad y a otros ejes de diferenciación
social.


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