lunes, 8 de abril de 2019

Consideraciones finales

Consideraciones finales
Consideraciones finales
En 1993 se contaban 650 asociaciones agrupadas en la Federación Mexicana de Charrería. En 2002 se hablaba de cerca de 900, y de la presencia de asociaciones charras en todos los estados de la república; tan sólo en el estado de Jalisco hay 116 asociaciones.18 Esto parece hablar de una proliferación de la charrería, pero en realidad se trata del resultado de su atomización, lo que puede comprenderse al pensar en el modo de reproducción del que depende la tradición charra, pero también del desgaste que ha sufrido la charrería como grupo significativo en la cultura nacional. Es innegable que el charro, aunque se sigue considerando el símbolo de lo mexicano, compite ahora con otras figuras que han entrado en el escenario mundial de los estereotipos culturales mexicanos tales como los norteños de las bandas musicales, figuras más coherentes con la lógica de la globalización y en las que se manifiestan las nuevas identidades que se producen bajo su influencia: identidades
más flexibles, híbridas y más móviles.

La pérdida paulatina de terreno simbólico de la charrería en el panorama cultural nacional se puede observar de distintas maneras. Sin embargo, no se puede decir que el charro, como símbolo nacionalista, haya perdido su vigencia. La pregunta de fondo es si el charro tiene todavía un lugar en el actual contexto, tan distinto de aquel en el cual emergió como figura nacional, y si todavía tiene potencial para simbolizar y representar a una sociedad en constante transformación, cada vez más diversa e inmersa en un complejo proceso de producir múltiples identidades.

¿Cuál es, en este panorama, el futuro de la charrería? En nuestros días, este futuro parece estar marcado por los mismos signos que han hecho tambalearse las fronteras simbólicas de todo grupo cultural bajo el embate de las nuevas expresiones y de los nuevos contextos económicos de nuestros tiempos. El charro vuelve a encontrarse, casi un siglo después, en una situación de fuerte competencia frente a otras figuras que quizá pueden representar de mejor manera el mundo actual, cada vez más globalizado y al mismo tiempo más diversificado. Sin embargo, las tradiciones y los estereotipos no mueren súbitamente, sino que más bien van transformándose poco a poco hasta convertirse en aquello que pueda simbolizar los nuevos significados y, en el proceso, van dando lugar a figuras híbridas y/o bastante alejadas de la imagen ‘original’. De esta manera podemos leer lo que significan las transformaciones en atuendos, prácticas, comportamientos, lenguaje y manifestaciones folclóricas. No se trata de que las cosas ‘se desvirtúen’, sino de que los contenidos representados se van alterando. Se trata, finalmente, de comprender que la cultura es móvil e histórica, y que si la actualidad plantea nuevas exigencias, también se hacen necesarias nuevas representaciones.

Volvemos así al punto focal de este trabajo: la dinámica centro-región que se expresa en el papel protagónico que ha jugado la figura del charro como estereotipo nacional mexicano y que, a través del conflicto que plantea en su seno la tensión entre tradición y deporte, nos dice mucho sobre las negociaciones políticas necesarias para construir la cohesión nacional a través del discurso de la modernidad. La química que esta figura ha requerido para representar la nación mexicana ha sido, pues, compleja y sofisticada.

Hemos visto que en la época posterior a la Revolución Mexicana el nuevo Estado se afanaba por echar a andar una serie de mecanismos de negociación política frente a distintos actores sociales, tendientes a producir un consenso nacional que garantizara las condiciones que le permitiera legitimarse y gobernar, ya que le urgía la reconstrucción y la unificación de la nación. Desde adentro del Estado se seleccionó a los charros para ocupar una posición especial como actores históricos en la construcción del México moderno, y así la figura del charro, originalmente ligada a la región Occidente de México, quedó como representativa de lo mexicano, y en tanto tal, pasó a formar parte de un imaginario social nacionalista necesario para garantizar la unidad, la soberanía y la definición de las fronteras de la nación, y capaz de legitimar al Estado mexicano moderno.

En esa lucha por lograr el consenso nacional fue fundamental la estrategia que el Estado desplegó para disciplinar, en lo particular, a una región que se negaba a someterse a los lineamientos unificadores; parte de esta estrategia fue la implementación de mecanismos para disciplinar también a los miembros de la comunidad charra, en la cual se concentraba ese espíritu rebelde y regionalista de Jalisco; y uno de esos mecanismos fue el impulso que el Estado dio a la formación de las instituciones charras y a la formalización de la charrería como una práctica deportiva. Poco después se decretó su oficialización como ‘Deporte Nacional’ y, todavía un poco más tarde, el traje charro fue decretado ‘Traje Nacional’. Las instituciones oficiales del deporte de la charrería fungieron como fieles vehículos de los intereses del Estado por disciplinar a un grupo social cuya fuerza se temía. Esto constituyó a los charros como un actor social que había que tenerse muy en cuenta para lograr la pacificación del campo mexicano y para tejer consensos regionales que permitieran la paz social necesaria para gobernar.

De esta manera, hemos llegado a afirmar que la charrería tuvo un papel central en la conformación de la región occidental mexicana. El hecho mismo de que en el proceso de búsqueda de los símbolos que pudieran sintetizar y representar ‘lo mexicano’, es decir, que fungieran como emblemas de una naciente identidad nacional, se haya seleccionado a los personajes emblemáticos de Jalisco, habla del
papel que representaba esta región para la consolidación del Estado mexicano moderno. Esto explica que hayan sido los elementos característicos del centrooccidente de México, y específicamente de Jalisco, los que se impusieron como los rasgos típicos de identificación nacional sobre los otros elementos que ofrecía el panorama nacional (los indios seris del norte, los jarochos de Veracruz, los mayas, o los rancheros de la Huasteca Potosina), como resultado de las negociaciones que se hicieron necesarias para disciplinar primero a una región característicamente retadora de los poderes centrales, y luego para cohesionar las fracturas sociales y políticas de la época. El efecto de rebote para la región occidente fue un fortalecimiento de la identidad regional y de la convicción de sus pobladores de ser realmente la encarnación de la esencia más mexicana. Por supuesto que el mundo charro local se fortaleció aún más y se consolidó como el paradigma final para distinguir lo verdaderamente charro de lo que no lo es; aún ahora, se dice entre charros, y muchas veces sin ningún entusiasmo, que los del estado de Jalisco siguen siendo ‘los charros a vencer’ en cada Campeonato Nacional, es decir, ‘los más charros entre los charros’.

En estos momentos, hablar de ‘cultura nacional’ es algo que debe hacerse con muchos matices, algunos de los cuales los pone el nuevo orden mundial. El debate que ha abierto el fenómeno de la globalización ha originado nuevos discursos en torno a ese concepto, entre los cuales resalta el tema de la multiculturalidad. Este tema cobra distintos tonos en las distintas regiones del mundo, pero en la situación latinoamericana es particular en el sentido de que, en esta región, no se trata de resolver solamente la situación que plantean nuevos grupos de inmigrantes, como es el caso de los países europeos, sino que se centra en la cuestión de cómo incorporar a los proyectos nacionales contemporáneos a los diferentes grupos indígenas que existen en toda la región, después de siglos de marginación. Pero también en cómo entender e incorporar al proyecto nacional a todos los grupos culturales, aún los que no son necesariamente indígenas, pero igualmente presentes en el ámbito nacional.

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